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Lara y Aldo eran hermanos

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Lara giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro sin saber que contestar. La audiencia entera la miraba esperando su respuesta. El novio sentía que sus intestinos se zangoloteaban ante la posibilidad de que ella dijera que no. El sacerdote insistió. La interrogó por tercera vez con secativa, y ella finalmente respondió. ¡Sí, acepto! – exclamó y todos suspiraron aliviados –. Todos excepto Aldo, quien oculto detrás de un pilar, a salvo de las miradas de los otros, observaba la ceremonia con los ojos húmedos y el corazón roto.

Lara y Aldo eran hermanos, gemelos para ser exactos. Un caluroso día de primavera, en el seno de la familia más acaudalada de la región, hacía casi veinte años y con tan sólo unos minutos de separación, habían visto la luz por vez primera. Ella era la mayor. La partera la ayudó a abandonar el calor del útero para después encargarse del varoncito y entregarle ambos a la orgullosa madre. Ésta les dio un nombre de tan sólo verlos, y su historia comenzó. Siempre uno al lado del otro, empezaron a crecer. A vivir.

El rubio de sus cabellos se fue oscureciendo al mismo tiempo hasta llegar a castaño. El primer diente, la primera palabra y los primeros pasos, en todo parecían ir de la mano. Lo que le ocurría al uno lo sentía el otro y lo que a uno le dolía al otro también le lastimaba. Estaban conectados, era como si sus destinos viajaran a la par y fuera imposible que algo le sucediera a uno sin que al otro no. Así lo fue por varios años, pero no eternamente. Algo aconteció que cambió las cosas, algo que poco a poco los fue separando hasta transformarlos en casi unos extraños. Hasta que a la edad de quince, al ingresar ambos a la preparatoria, la comunicación fue ya inexistente. De aquellas almas gemelas sólo quedó la superficie, el parecido físico y nada más.

Lara se volvió más vivaracha con el transcurrir de los años. Junto con sus senos y la pronunciación de sus curvas, también crecieron sus ganas de socializar, de ampliar su círculo de… amigos. Por su carácter alegre, su don para la conversación y sobre todo su belleza, no le resultaba difícil agradarle a cuanto hombre, chico o grande, se cruzaba en su camino. Y una vez teniendo con quién, una vez contando con un extenso catálogo del cual escoger no tardó mucho en emplear la palabra amante en lugar de amigo, en entre sus piernas hacer suyos desde el niño más imberbe hasta el anciano más decrépito. Porque era ella la que los poseía aún cuando fueron ellos quienes la penetraran. A pesar de su cara de infante e inocencia falsa, a pesar de su corta edad, la jovencita era ya toda una experta en las artes de la seducción. Una maestra en los placeres carnales. Manejar a los hombres a su antojo en pro de conseguir un gozo extremo era su profesión.

Aldo, por su parte, no podía ser más diferente. De toda esa facilidad con que su hermana se relacionaba, de toda esa habilidad con que ella se echaba el mundo a sus bolsillos él no tenía nada. Aldo era tímido, demasiado retraído y apartado. No le faltaba atractivo, por lo que tampoco faltaron muchachitas tratando de conquistarlo, pero nada. Ni su rostro de ángel ni sus expresivos ojos marrón ni su cuerpo por naturaleza estético ni su fortuna fueron suficientes para evitar que cada una de las chamacas terminara por hartarse ante el eterno afán del muchacho por no decir palabra. Sí, el chico era en extremo callado, tanto que sus padres cada día se convencían más de su retraso. Era como si su hermana hablara y actuara por ambos.

Y siendo entonces tan dispares, no era difícil entender el por qué del distanciamiento cada vez más evidente entre ellos. Preocupada por esa nula convivencia entre sus crías, doña Justina decidió que los tres habrían de tomar unas vacaciones. Que los tres habrían de irse por un par de meses, esos meses de verano en que los colegios lucen vacíos, a una cabañita que tenían en las montañas. No les notificó su idea ni tampoco les dio razón alguna para sospecharla. Cuando la fecha se llegó, simplemente les ordenó preparar sus maletas, subir al coche y no emitir una sola queja. La decisión estaba tomada y nada la haría cambiar de opinión, mucho menos los lloriqueos de dos adolescentes.

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Aldo no encontró molestia en el plan pues le daba exactamente igual el estar en casa que en la montaña o en la selva. En cualquier sitio se sentía el mismo idiota. Lara sí que enfureció cuando sus propósitos de pasar el verano en una playa, con un grupo de amigas y ligando tipos guapos se vinieron abajo, pero ante la determinación de su madre no pudo más que tragarse el coraje, y así emprendieron los tres el viaje.

Ya en la cabaña, sentados a la mesa comiendo un trozo de filete con verduras y crema de chipotle, doña Justina, luego de tomar un trago de agua para aclarar la garganta, se dispuso a explicarles a sus hijos el por qué de las repentinas vacaciones.

– Lara, Aldo: seguramente deben estarse preguntando por qué decidí sacarlos de la casa y traérmelos para acá así como así, ¿no es cierto? – comenzó a hablar la mujer –. Pues bien – continuó –, si estamos aquí es para que ustedes dos vuelvan a ser los hermanos unidos de cuando niños. No sé a qué se deba ese distanciamiento cada vez más grande que existe entre los dos, pero en verdad que me entristece mucho. Se me parte el alma de ver que ni siquiera se saludan – algunas lágrimas se le juntaron en los ojos –. No soporto más que se traten como extraños. Quiero que todo regrese a como era antes, ¿me entendieron? Ese es el motivo por el cual estamos aquí. Estando lejos de sus amigos, sin tecnología ni distracciones, tendrán más tiempo para reanudar sus tratos y fortalecer de nuevo sus lazos, afianzar su relación. ¡De esta cabaña no nos vamos, sin que antes se vuelvan uña y carne! – decretó con voz enérgica.

– Pero… ¡¿Acaso estás loca?! – gritó Lara poniéndose de pie y abandonando la mesa –. ¡¿Para eso me trajiste hasta aquí?! ¡¿Para que conviva más con este – señaló a su hermano como si apuntara a un criminal –… niñito?! Para que lo sepas: si nos hemos separado, ¡es porque tu hijo es un imbécil que ni hablar puede y no por mi culpa! ¡No es justo que me castigues por su estupidez enclaustrándome en este cuchitril sin electricidad y sin comunicación con el mundo! – reclamó –. ¡No es justo! – reiteró antes de intentar salir de la escena.

– ¡Un momento, muchachita! – la detuvo doña Justina a medio camino –. En este preciso instante, ¡te me regresas y te tragas toda la carne que dejaste! No me pasé una hora cocinando para que tú no te lo comas todo. Te me sientas ahora mismo, que en cuanto terminen, tu hermano y tú irán por leña. Hace un poco de frío y no me caería nada mal el calorcito de una fogata. Ni a ustedes les caería mal el empezar a acercarse.

– ¡Pero mamá! – se quejó la chica –. Ya te dije que…

– ¡Que nada! – la interrumpió su madre –. Vas a hacer lo que te mando, o me veré obligada a llamar a tu padre y perturbarlo a la mitad de su coloquio nada más para pedirle que te cancele la mesada de los siguientes cuatro meses – la amenazó dulcemente –. Deberías aprender a tu hermano. Míralo, ni con lo grosera que has sido con él, le ha puesto un pero a mis planes. Él si quiere retomar su relación, él si quiere volver a encontrar lo que perdieron. Y mejor será que tú quieras lo mismo – le aconsejó –, porque si no…

Con el rostro colorado de la rabia, y sin poder guardarse una mirada de odio para su hermano, Lara tomó asiento y acabó con lo que restaba de su plato. Aldo, con un poco más de calma y sin voltear a verla, también terminó de comer. Al ver que sus pequeños habían consumido ya sus alimentos, doña Justina les recordó su siguiente tarea. Luego de levantarse y dar las gracias, los dos muchachos salieron de la cabaña en dirección al bosque.

Una vez estando entre árboles, ardillas y el cantar de los pájaros, lejos pues de la presencia de su madre, Lara se sentó bajo la sombra de un enorme pino y le ordenó a su hermano hacer todo el trabajo, como pago por haberle arruinado esas vacaciones en la playa rodeada de sol, arena y chicos guapos dispuestos a follarla.

– Si mi mamá quiere que reestablezcamos nuestra relación, habrá que darle gusto – apuntó justo antes de colocar sus redondas y blancas nalgas sobre el sucio de la tierra –. Nada más que para eso habrá que hacer algunos cambios – anunció intrigando a su gemelo –. En lugar de ser un par de lindos hermanitos que hacen todo junto, un par de idiotas que se quieren y se cuentan sus alegrías y problemas, seremos algo más profundo: ama y esclavo. ¿Verdad que es fabulosa mi idea, tontuelo? Así volvemos a estar unidos, porque es innegable que entre un esclavo y su ama hay unión, le llevamos la leña a nuestra madre y tú me pagas un poco la putada de estar aquí por culpa de tu anormalidad. ¡Anda, vete a buscar unos cuantos troncos mientras que yo me echo una siesta! – demandó recargándose en el árbol y cerrando los ojos.

Pasivo como era, Aldo acató las órdenes de su hermana sin chistar. Se adentró aún más en el bosque y comenzó a recolectar aquellos trozos de madera que le parecían harían un mejor fuego. A él tampoco le agradaba el hecho de que su madre quisiera unirlos como cuando niños, así que pasar el menor tiempo posible con su hermana lo alivió. Le inquietaba estar a su lado, con el paso de los años convivir con ella se le fue complicando y por eso fue él quién se apartó. Lara tenía razón, él era el único causante de ese distanciamiento que los había llevado a ni siquiera saludarse. Ella trató muchas veces de integrarlo a su círculo de amigos. Fue ella la que le presentó a todas esas jovencitas con la intención de sacarlo de su soledad, esas jovencitas que invariablemente él acababa por espantar. Fue ella la que trató una y otra vez y por todos los medios continuar con su buen trato, pero ante la negativa de su hermano no le quedó más que ceder y al final acostumbrarse a mirarlo como a un mueble más, con total indiferencia.

De lo que Lara nunca se enteró, lo que muchas veces se cuestionó hasta el grado de dejar de importarle, fueron las razones por las que su gemelo se alejó de ella, los motivos que tuvo él para dejar de hablarle. Pensó que tal vez lo había ofendido, que se debió a que ella era mujer o incluso por envidia, porque ella obtenía siempre las mejores notas. Inventó mil y un respuestas hasta que se cansó de adivinar. Mil y un respuestas que nunca, ni siquiera un poco, se acercaron a la realidad. La verdad era que Aldo se había enamorado. Conforme los dos fueron creciendo, también lo hizo su cariño hasta transformarse en algo más fuerte, en algo prohibido. Él sabía que estaba mal, que no podía existir nada entre ellos, pero una vez sembrada la semilla del amor no hay quien la pare. Estar cerca de ella sin querer besarla le resultaba cada vez más complicado. Y al entrar a la pubertad, al despertársele las hormonas, el soñar con estrujarle sus nacientes pechos y atravesarla con una de esas erecciones que de tan sólo mirarlo le provocaba se le hizo una constante. Atormentado por esos deseos impuros, fue que se negó a establecer el más mínimo contacto, primero con ella y después con el resto de los mortales. Fue luchando por reprimir y sofocar ese amor, que terminó por volverse casi un ermitaño. Fue por intentar aniquilar ese sentir que acabaron por estar ahí: ella durmiendo al pie de un pino y él recogiendo leña, aparentemente solos en la inmensidad del bosque.

Aldo estuvo cerca de veinte minutos juntando madera, y lo habría estado más tiempo de no haber sido porque sus brazos ya no podían sostener más. Sumamente cargado, a paso lento y siguiendo los trozos de migajón que guardara de la comida y que fuera tirando tras de él para marcar un camino que le ayudara a no perderse, regresó donde su hermana. Pero a unos cuantos metros de alcanzar la meta, a la vez sorprendido que celoso, se detuvo en su andar al descubrir que ella estaba acompañada. La escena que se rebeló ante sus ojos lo inyectó con una inmensa cólera. Quiso soltar la leña y caerle a golpes a ese hombre que sin pudor alguno toqueteaba a su gemela y amada. Quiso matarlo, estrellarle el cráneo contra una roca hasta regarle los sesos por el piso, pero se contuvo. Gracias a ese reprimir sus emociones al que acudía ya por inercia, sus piernas se paralizaron y se limitó a observar, a atestiguar como las sospechas de que su hermana era una putilla se transformaban en certezas con cada caricia que del desconocido sujeto ella recibía.

El individuo en cuestión era también un jovencito, de unos diecisiete según calculó Aldo. Su hermana lo tenía desnudo y acorralado contra el tronco de un árbol, le besaba el cuello y le arañaba el torso mientras que él no la soltaba de las nalgas. El chico se notaba claramente excitado, a pesar de encontrarse atrapada entre los vientres de ambos su verga se apreciaba tremendamente hinchada. Lara la apretó con fuerza y comenzó a masturbarla al tiempo que su lengua descendía lenta y provocativamente del cuello al pecho y del pecho al estómago para finalmente tenerla frente al rostro y soplarle desde la base hasta la punta y de regreso.

– Cómetela ya, chiquita – suplicaba el adolescente en medio de jadeos, ansioso por sentir su polla perderse entre aquellos carnosos y sensuales labios –. Métetela en tu boquita, preciosa – insistió al ver que ella no pensaba en complacerlo –. ¡Que te la tragues, maldita zorra! – le ordenó tomándola de los cabellos y enterrándole su erección hasta la garganta.

Lara se esforzó para contener las nauseas, y una vez éstas controladas mordió con saña aquello alojado entre sus dientes consiguiendo así zafarse. Argumentando que a ella nadie la obligaba a nada, le exigió al sujeto que se vistiera y se marchara pues ya no estaba dispuesta a llegar a algo más con él. Pero el muchacho, sin otra cosa en la cabeza que bajarse la calentura, la apresó entre sus brazos y empezó a besarla a la fuerza al tiempo que le arrancaba la blusa y la falda a jirones. Ella trató de quitárselo de encima, pero sin duda su atacante era más fuerte y de nada le sirvió resistirse. Pronto la tuvo en ropa interior, y entonces se creyó vencida. Incrédula ante la idea de que fuera prácticamente un niño el que la estuviera doblegando cuando ella había tenido a sus pies a los hombres más expertos, se resignó a doblar las manos y a, sin más opción, disfrutar del momento. Rodeándole el trasero con la pierna izquierda, como aparentando haber tomado nuevamente el control, le autorizó al chamaco hacerla suya.

– ¡¿No que no?! – se congratuló el chico al saberla sometida, y acto seguido acabó por desnudarla y acostarla sobre el suelo dispuesto a cabalgarla sin piedad, hasta bañarle las entrañas con su leche.

Aldo contempló asombrado como el sujeto penetró a su hermana con el pleno consentimiento de ésta, y como luego empezó a follarla como una bestia para regocijo de ella. No podía creer que Lara se hubiera olvidado así de repente de que ese quien ahora se movía dentro de ella apenas instantes atrás había tratado de obligarla a complacerlo. Tampoco podía creer que la jovencita gimiera como un animal ante las salvajes embestidas de su amante, y mucho menos que todo aquello comenzara a excitarlo. Después de colocar la leña sobre el piso, llevó una mano a su bragueta y la descubrió claramente abultada. El observar a su hermana cogiendo con ese desconocido se la había puesto dura. Admirarla en todo su esplendor, ver sus senos contonearse al vaivén del coito e imaginarse que era su pene el que entraba y salía de ese juvenil y tibio sexo le había subido la temperatura unos cuantos grados. Olvidándose de los celos, bajándose los pantalones y sacando su enhiesto falo por la hendidura de su bóxer, se arrancó con una paja.

Su calentura era tal, que desde un inicio sus dedos viajaron a lo largo de su tronco a gran velocidad. Sin quitarles la vista de encima, acelerando el ritmo de la masturbación conforme ellos el de la cabalgata, los fue acompañando hacia la cima. El primero en terminar fue el tipo. Anunciando su orgasmo con escandalosos bramidos, se corrió dentro de Lara. Ella, ayudándose con un par de dedos sobre su clítoris, fue la segunda. Su cara se desfiguró de placer y de su boca salieron expulsados tremendos gritos de gozo que impulsaron a su hermano a venirse también. Mordiéndose el labio para no emitir ruido alguno que pudiera delatarlo, el callado púber disparó seis veces sus blanquecinas balas contra el suelo. Luego el extraño agarró sus ropas y se perdió entre la maleza sin siquiera dar las gracias. Aldo esperó un poco para salir de su escondite, pero lo hizo cuando su gemela todavía no se vestía, cuando aún tirada sobre el pasto se tocaba la entrepierna recordando lo vivido. Ella, lejos de apenarse, empezó a reír a carcajadas al saberse descubierta.

– ¡Hola, hermanito! – lo saludó con cinismo una vez recuperó el aliento –. Con que me has cogido en la cogida, ¿eh? Siento que tus castos ojos hayan presenciado esto, pero no pude evitarlo. Ese chico en verdad que estaba bueno. Me lo encontré cuando te fuiste a buscar la madera para la fogata. Se llamaba… ¡Ay, no lo recuerdo! Creo que Juan. ¿O era Julián? ¡Ay!, ¿a quién le importa? El caso es que estaba riquísimo el condenado y en cuanto lo vi no dudé en echármelo. Se puso violento el muy imbécil, pero al final me regaló un buen polvo – sentenció frotándose los labios inferiores –. Y ¿sabes qué es lo mejor? Que también está de vacaciones por aquí. Me dijo que su cabaña no queda muy lejos, por lo que de así desearlo podremos repetirlo un día de estos. Después de todo, puede que no me la pase tan mal. ¿No te parece eso maravilloso? – inquirió poniéndose de pie.

– ¡No! – contestó Aldo notoriamente molesto.

– ¡Vaya! ¡Hablaste! Eso sí que es noticia – se burló la muchachita ignorando de principio el tono de la respuesta –. Pero, ¿por qué te pones así? ¿No me digas que de verdad te indignó tanto vernos follar? ¡No es para tanto, hombre! Si fueras normal, sabrías que todos lo hacen. Si fueras… ¡Espera! Te pusiste así porque te dieron celos, ¿verdad? – sugirió –. Te molestó verme cogiendo con Julián porque habrías querido ser tú el que estuviera en su lugar, ¿no es cierto? Sí, eso es. ¡Tienes celos! – aseguró –. ¡Y de mí, de tu propia hermana! – remató –. Ahora lo entiendo todo. No es que seas un idiota sino un depravado. No es que no te agrade sino que te agrado demasiado, ¿no es así? ¡Vamos, confiésalo! ¡Dime que sueñas con estar entre mis piernas! – exigió acercándose a él –. ¡Dímelo!

– No, eso no es verdad – afirmó el chamaco al borde del llanto.

– ¡Claro que lo es! ¡No lo niegues, que se te ve en los ojos! – aseveró Lara ya a unos cuantos pasos de su hermano –. ¡No lo niegues, que… – lo acorraló contra un árbol – me halaga! ¡Que me excita! – lo besó en los labios dejando de lado el parentesco.

Aldo sintió que el corazón se le paralizaba por el inesperado choque de sus bocas. Incapaz de asimilar que fuera su gemela la que lo besaba, permaneció inmóvil y le permitió a ella hacer. Lara, más enloquecida aún por el hecho de ser ahí la experta, no titubeó un solo segundo en ir un poco más abajo, y más y más. Después de haberle recorrido el torso y el abdomen, le quitó los pantalones y le aspiró la verga por encima del bóxer. Enseguida fue deslizando también éste, encontrándose con que su hermano tenía en el pubis un lunar idéntico al suyo, uno en forma de cruz que le recalcó lo que ellos eran, que habían nacido de la misma madre, el mismo día y con la misma sangre, esa que hacía palpitar a lo que debajo de la tela se ocultaba ansioso por perderse entre sus labios. Eso que fue más fuerte que el prejuicio y que luego de liberar se apresuró a tragar, dándole a su joven y extasiado dueño una probadita de la gloria.

– ¡Qué rico caramelo el que te cargas, hermanito! – exclamó la chica sin parar de lengüetear –. De haber sabido que esto era lo que querías… Pero no te preocupes, que tiempo para ponernos al día habrá de sobra. De ahora en adelante, follaremos día y noche. Antes de desayunar, de comer y de cenar, y antes de irnos a dormir. Porque eso es lo que quieres, ¿no? Has soñado toda tu vida con follarme, ¿no es así? Te masturbas imaginando que me follas y te corres en mi honor, ¿verdad? Pues ahora es el momento. Fóllame, que yo también lo quiero. ¡Tírame al suelo y méteme entero tu pollón! ¡Vamos! ¿Qué estás esperando, hermanito? ¿Qué, acaso no eres hombre? ¿O es que me saliste mariquita? ¡Sí, de seguro resultaste puto! ¡Ya decía yo que te gustaba morder la almohada y que…

Aldo calló a su hermana con un beso. Cansado de guardarse hasta el más mínimo impulso, la recargó con fuerza contra el árbol y empezó a estrujarle el par de tetas. Le pellizco y le mordisqueó los pezones hasta dejárselos dolidos y entonces sí, levantándole una pierna y buscándole la entrada con la punta de la verga, la atravesó hasta el fondo arrancándose a ambos un suspiro de fruición.

– Ahora sí, cógeme como si en ello se te fuera a ir la vida – le indicó Lara abrazándose a su espalda.

Aldo obedeció y arremetió contra de ella con toda su energía, desahogando las ansias acumuladas a través de los años. Su inflamado y rosado pene entró y salió de aquella tibia gruta hasta que el marcado de sus venas ya no pudo ser más evidente. Entonces derramó su semen entre contracciones y jadeos. En esa ocasión Lara no llegó al orgasmo, pero en cuanto su gemelo le depositó el último chorro de esperma, lo tumbó sobre el suelo y se le sentó en la cara, con la intención de por su lengua alcanzarlo. El muchachito se esmeró en complacerla y pronto sus esfuerzos se vieron recompensados. En medio de gritos de placer y espasmos de satisfacción, su hermana se corrió también. Y goloso, de ella se bebió todos los jugos.

– ¿Crees que a nuestra madre le haga feliz el saber lo unido que nos hemos vuelto? – interrogó Lara en tono irónico.

– No lo creo – respondió Aldo –. No sé por qué, pero algo me dice que no era esta la clase de unión que ella deseaba – apuntó y los dos se echaron a reír, tan cómplices como en los viejos tiempos, tan conectados como cuando niños.

– Pues entonces, ¿qué te parece si lo mantenemos en secreto? – propuso ella frotándole la polla con su sexo –. ¿Qué te parecería si te digo que lo quiero hacer de nuevo?

– Me parecería perfecto – comentó él besándola en el cuello.

Así volvieron a empezar los arrumacos y a correr los fluidos. Así se habría de repetir la historia una y otra vez durante los siguientes años, y los demás ignorándolo. Doña Justina, al igual que todos, nunca se enteró y el saber otra vez juntos a sus hijos la llenó de una infinita dicha. Aldo vio cumplido su sueño y por ello su carácter mejoró. Se convirtió en un joven sociable y de buen trato. Cambió los libros por las pláticas y la soledad por fiestas, pero eso sí, su negativa a tener novia se mantuvo. Para él no existía otra que no fuera Lara. Con cada encuentro, con cada caricia y cada orgasmo, su amor por ella fue creciendo a pesar de que nunca podría sacarlo del anonimato. Más eso a él no le importaba mientras la tuviera arriba de su cama, mientras se perdiera entre sus piernas y muriera por instantes en sus labios. La amaba como a nadie y fantaseaba con que estarían juntos para siempre, con que jamás llegarían a separarse. Sin embargo, ella pensaba de otra forma. Aunque nunca dejó de complacerlo, aunque ni una sola vez se negó a dársele, ella siguió conociendo a otros hombres hasta que un día se enamoró de uno de ellos. Fue entonces que anunció su boda y le destrozó el corazón. Fue entonces que él, completamente desquiciado por la noticia, la amenazó.

– ¡No voy a permitir que te cases con alguien que no sea yo! – garantizó –. Antes que verte con otro hombre, ¡te mato! – le advirtió –. ¡¿Me entendiste?! ¡Te mato! – reiteró.

Pero Lara ignoró el aviso, segura de que no pasaría de ser eso y continuó con los preparativos de la boda. Continuó con la lista de invitados, el vestido, el pastel, y que por fin se llega el día. Y que finalmente es la misa y el sacerdote le pregunta si acepta al novio como su esposo. Y que ella no responde, que el padre vuelve a cuestionarla y a fin de cuentas da el sí, momento en que de detrás de un pilar salió su hermano llamándola con los ojos húmedos y un revólver en la mano. Momento en que de sus asientos todos saltaron y el corazón de la novia su latir del miedo aceleró.

– ¡No, Aldo! ¡Por favor, no! – suplicó Lara, aterrada de verdad al verle el odio en la mirada.

– Yo te lo advertí, hermanita – le dijo apuntándole la frente –. Yo te advertí que antes de verte casada con alguien más te mataría, ¿lo recuerdas? Pues ahora no me llores. Pudiste haber cancelado todo y continuar siendo mi amante a escondidas de la gente, pero no – la audiencia suspiró impactada por la revelación –. Poco te importaron mis sentimientos y por eso has de pagar, ¡maldita zorra! – gritó y las mujeres y los niños se cubrieron el rostro –. Por eso has de morir, hermanita mía – decretó jalando del gatillo.

El estruendo causado por el disparo le arrancó un grito a cada garganta dentro de aquel templo. La bala surcó el tiempo y el espacio hasta impactarse contra la faz de Lara, matándola al instante al alojársele entre ceja y ceja. Los lentes del religioso y el esmoquin de su novio fueron salpicados por su sangre. Su cuerpo sin vida cayó al suelo y resbaló por las escaleras hacia el pasillo, deteniéndose al pie de la primera fila, al pie de aquella banca en la cual sus padres sintieron que también morían. Los invitados aún no acababan de dar crédito del horrible suceso, cuando se escuchó otro estrépito. Todos se volvieron sobre sus espaldas para observar a Aldo desplomarse con el cráneo agujereado y también sin vida. Los gemelos dejaron de existir, las campanas anunciaron mediodía, los litros de lágrimas se derramaron por las mejillas y clavado de pies y manos en la cima del altar, el Cristo fue testigo de su más bella creación.